4.1. La nueva "medicina": aborto, eutanasia e infanticidio

Para Haeckel y los monistas, la creencia supersticiosa del cristianismo en que cada individuo de la especie humana tienen un alma inmaterial provocaba que los débiles quedasen al abrigo de los rigores de la selección natural. Esta absurda caridad “que se practica en nuestros estados civilizados es explicación suficiente del triste hecho de que, ateniéndonos a los datos de la realidad, la debilidad de cuerpo y de carácter aumentan de forma constante entre las naciones civilizadas, y de que de este modo los cuerpos fuertes y sanos, con espíritus libres e independientes, se están haciendo más y más escasos”. “¿Qué utilidad reporta a la humanidad mantener y criar a los miles de cojos, sordomudos, idiotas, etc., que nacen cada año con la carga hereditaria de una enfermedad incurable?”, se preguntaba Haeckel. “No sirve de nada replicar que el cristianismo prohíbe (su destrucción)”. Tal oposición “se debe exclusivamente al sentimiento y al poder de la moralidad convencional: es decir, al prejuicio hereditario que se impone a la juventud desde temprana edad bajo el manto de la religión, por muy irracional y supersticioso que sea su fundamento. La moralidad piadosa de este jaez con frecuencia no es otra cosa que la más profunda inmoralidad”. Conforme a la nueva religión del monismo, basada en la crudeza de los hechos de la naturaleza, “nunca debería permitirse al sentimiento usurpar el lugar que corresponde a la razón en estas cuestiones éticas de tanto calado”.
Siendo fiel a su palabra, Haeckel siguió los dictados de su fría razón y llegó a la conclusión de que la sociedad no podía permitirse cargar con los biológicamente no aptos. Le soliviantaba ver cómo “cientos de miles de incurables – lunáticos, leprosos, personas con cáncer, etc. – son mantenidos artificialmente con vida (…) sin que eso suponga el más mínimo bien ni para ellos ni para la sociedad en general”. El problema tenía su raíz no sólo en una beneficencia mal entendida, sino en la errada aplicación de la misma ciencia médica, puesto que “el progreso de la ciencia médica”, aunque a la fecha presente no la haga muy capaz de curar las enfermedades, sí que le permite más que en épocas anteriores prolongar angustiosamente la vida durante años a personas aquejadas de enfermedades crónicas”. La nueva ciencia requería una nueva medicina, acorde con la visión darvinista de la naturaleza, que en lugar de inhibir la selección natural aceleraría la exterminación de los no aptos. El monismo precisaba una medicina que se dedicase no sólo a curar, también a matar.
Esta nueva medicina no sólo estaría abierta a matar a otros sino también permitiría acabar con la propia vida. El cristianismo prohibía el suicidio aduciendo que, dado que todos los hombres fueron hechos a la imagen y semejanza de Dios, todo homicidio, incluso el homicidio de uno mismo, debía estar prohibido. Por supuesto, esta prohibición sólo se entendía a la luz de la existencia del alma humana inmortal, cuyo destino último no estaría en este mundo. El monismo rechazaba tanto el alma inmortal como la prohibición del suicidio. Anticipándose así a la estrategia de la Cultura de la Muerte, que describe como actos de compasión los antaño considerados inmorales, Haeckel llamó al suicidio un acto “redentor”. La vida no es un don, sino el resultado de un accidente de pasión. Por lo tanto,

“Si (….) las circunstancias de la vida llegan a ser demasiado insoportables para el pobre ser que de esta manera se ha desarrollado, sin culpa alguna por su parte, a partir del óvulo fertilizado; si en lugar de los bienes ansiados sólo llega toda suerte de cuidados y necesidades, enfermedades y miserias, esa persona tiene el derecho incuestionable de poner fin a sus sufrimientos mediante la muerte (…) La muerte voluntaria mediante la cual un hombre pone fin a un sufrimiento intolerable es en realidad un acto de redención (…) Ningún ser dotado de sentimientos que profese un verdadero “amor cristiano hacia su prójimo” podrá negar a su hermano sufriente el descanso eterno y la libertad frente al dolor”.

Del mismo modo que al suicidio, el razonamiento se aplicaba al aborto. Haeckel era consciente de que la prohibición del aborto estaba enraizada en el cristianismo, “que fue el primero en extender la protección legal al embrión humano y en castigar el aborto como un pecado mortal”. Pero el materialismo monista en general y el darwinismo en particular habían hecho que tales puntos de vista se hiciesen insostenibles, puesto que los seres humanos no estaban hechos a imagen de Dios, dotados de almas inmortales desde su concepción, sino que eran simplemente el resultado de unos procesos biológicos desarrollados dentro de sus madres que tendrían una autoridad total sobre sus vidas y muertes. Con palabras que suenan exactamente iguales a las de los actuales defensores del aborto, Haeckel argumentaba que “el óvulo es parte del propio cuerpo, sobre el que la madre tiene un derecho absoluto de control, y el embrión que se desarrolla a partir de ella, al igual que el niño recién nacido, no tiene prácticamente conciencia o es una simple “máquina de reflejos”, como cualquier otro vertebrado”.
De este modo Haeckel enunciaba un nuevo código ético, un código que proporcionaría a los defensores del aborto un arsenal inacabable de justificaciones y que hoy en día se ha popularizado a través de la justificación del infanticidio que han hecho filósofos tan “avanzados” como Michael Tooley y Peter Singer. Dado que no tenemos alma inmortal, debemos por tanto considerar a los seres humanos simplemente en términos de su desarrollo biológico. Los seres humanos no son personas desde el principio, sino que se hacen personas poco a poco (suponiendo que no tengan deformaciones de cualquier clase). Nos hacemos personas, razonaba Haeckel, sólo en la medida en que tenemos mente, pero dado que la característica moral distintiva, la mente “sólo se desarrolla, lenta y gradualmente, mucho después del nacimiento”, los seres humanos no pueden distinguirse ni de la madre mientras están en su vientre ni de otros animales durante un cierto tiempo después de su salida del vientre materno. Nos convertimos en seres humanos individuales sólo cuando “la conciencia racional” se revela a sí misma “por primera vez (después del primer año) en el momento en que el niño habla de sí mismo, no en tercera persona, sino como “yo”. Por supuesto, si ese desarrollo no tiene lugar, o si tiene lugar demasiado lentamente, no presenta dificultad alguna relegar a tales “criaturas” al destino que merecen los biológicamente no aptos.

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